Mi vecino es un canario. No me refiero a que provenga de la isla, sino al pajarito que se puso tan de moda entre las familias de los ochenta. Luego llegaron las tortugas de cinco centímetros, los peces abobados en agua turbia y las cisternas portadoras de seres vivos bien muertos.
Pero volvamos a los canarios. A mi vecino quiero decir. Es muy higiénico para las cosas de la casa. Por las mañanas suele dar vueltas por el salón. Desayuna. No se ducha porque prefiere ponerse a remojo por las noches y enseguida sale al balcón. Es cuando lo veo. Asoma su cabecita. Suave. Pequeña. Como un pegote de algodón. La gira. Vuelta y vuelta. Repite el movimiento, pero ahora observa con más detalle. El patio a la derecha, los edificios a la izquierda. Continúa con un giro inferior: el garaje que pronto se quedará vacío. Le sigue un volteo del cuerpo hacia arriba: el cielo. Azul celeste.
Minutos después se mete para dentro y se asoma por las ventanas del otro lado de la jaula. Me lo imagino haciendo equilibrio sobre las cuerdas del tendal, cerrando los ojos huecos ante el primer aire fresco que llega en agosto a Madrid.
El canario apenas coge el ascensor. Opta por dar saltos por la escalera. A veces se detiene en los descansillos temeroso de salir a la calle y abandonar los treinta metros cuadrados donde tiene fijado el comedero.
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El lunes le vi por primera vez después de las vacaciones. Le noté cambiado. Quizá tenía ganas de hablar pero no no dijo nada. Me miró y levantó rápidamente el vuelo para casa.
Voló….
Voló….
Quizá el próximo verano avance algún peldaño en la cadena de la evolución humana