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lunes, 28 de octubre de 2013

Las tres lubinas

Cuando escribo estas líneas aún tengo el paladar cubierto de una película de grasa que soy incapaz de asimilar. Ocurre a veces que los sabores, como los recuerdos insistentes de la infancia, se instalan en las amígdalas y no hay friega de bicarbonato y limón que los cure.

Han pasado dos días desde el suceso de las lubinas y tengo claro que el episodio se ha convertido en la versión surrealista del clásico cuento de Los tres cerditos. Porque eso es lo que teníamos encima de la mesa: tres ejemplares porcinos amantados concienzudamente a pienso para reposar con rictus faraónico entre patatas panadera y cebolla pochada.

Sigo dándole vueltas a cómo entraron en casa. Quizá porque la mente humana está programada para sintetizar conceptos, ideas, verdades llamadas absolutas que introducimos en moldes. Por ejemplo, un cuadrado con cuernos es una televisión a pesar de que ninguna televisión tenga ya antenas; un bastón con una figura encorvada representa un anciano aunque el viejo más común vista deportivas y gafas sin montura; a la casa con tejado de dos aguas la identificamos con nuestro hogar pese a que el 80% vivimos apilados en bloques de hormigón. Y así un bicho con aletas y bronquios es un pez y si además lleva un cartel de lubina salvaje, entonces indiscutiblemente tiene que ser salvaje.

¿Vemos lo que realmente tendríamos que ver o lo queremos ver? Lo segundo. Porque es más cómodo y socialmente está aceptado. Porque identificar las cosas que parecen ser con lo que realmente son ahorra problemas inmediatos. Jugar a los moldes evita tener que pensar, que  discutir una hora con el pescadero si lo que tirita sobre el hielo es un cuervo desplumado o chipirones con tinta.  

Al final nos comimos todo lo que había en la fuente sacada del horno, probablemente porque llegamos a la mesa con el instinto del superviviente. Tengo que agradecer a la naturaleza su destreza para enviar el bolo alimenticio –aderezado con mucho limón- al intestino grueso y reducirlo todo a materia fecal.

Sólo el miope es incapaz de ver que fue una mala cena. Y sólo el torpe se resistirá a comprender que, pese a las tres cerdas,hubo brevísimas cúspides de gloria, periquetes de felicidad como los llama Benedetti.

miércoles, 23 de octubre de 2013

Elío


Los días tontos siempre acaban bien. Es como si te bendijeran porque no esperas nada a cambio; porque simplemente estás ahí, con el jerséi de bolas del fin de semana tomando un mosto aquí un refresco allá, ni siquiera te matas por agarrar una mahou. Los días tontos son de deambular; de dar patadas a una piedra, de aparcar de libro como el primer día en la academia, es decir,  ajustando a tope para que las ruedas queden rectas. Los días tontos canturreas con el intermitente del coche. Te conviertes en espectador, en el jubilado curioso que se detiene en cada socavón que hacen en su calle. 

Miras, observas. Pasas

Los días tontos ocurren a veces entre cuatro baldosas, como le pasa a Elío, ese mogote de pelo gris que habita el adosado que le ha construido Manolo en la finca, por cierto, de su propio adosado. Elío sabe bien de qué van los días tontos. Unas hojas de tomate, una siesta con el sol de la una de mediodía, un pestañeo, otro… 

Miras, observas. Pasas


miércoles, 9 de octubre de 2013

Bola de Dan


La diferencia entre respirar y no respirar es una cuestión de matiz. Una línea discreta como el bajo del pantalón. El dobladillo es nuestra metáfora terrenal del suspiro súbito, del segundo de tiempo enviado desde el inframundo por la diosa Medusa para convertirte en piedra.

Nadie llega a la pubertad sin haberlo experimentado. ¿O alguien no ha jugado alguna vez a balón prisionero?; la quema, lo llaman algunos. Vivos y muertos, en su versión más gótica. La matanza. El matador. A matar. El brilé de las clases de educación física y la bola de dan para los nipones.

Para empezar, se divide el campo rectangular por la mitad. La misión es golpear con la pelota a algún miembro del equipo adversario para eliminarlo. A quien le toca la bola se va al cementerio, la parte de los perdedores situada detrás de los jugadores del equipo contrario. Desde allí debe tratar de dar a un sobreviviente: sólo así puede recuperar su vida.Cada movimiento cuenta. Cada balón al aire es una oportunidad o una condena. 


Pero jugar de mayor pierde sentido porque se relativizan las normas. Uno inventa reglas nuevas, otro introduce excepciones y siempre está el compasivo que concede segundas oportunidades y porquerías del estilo porque lo importante, dicen, es reírse y pasar un buen rato sin desatender el gintonic. Nadie teme la petrificación en el momento en que el roce del balón te saca del mundo de los vivos.  

La cultura del patio es distinta. Sus miembros son inflexibles. Las normas, innegociables.

La próxima vez te pregunten si juegas ni lo intentes. Probablemente  no eres lo suficientemente serio como para jugarte la vida.