Han pasado dos días desde el suceso de las lubinas y tengo claro que el episodio se ha convertido en la versión surrealista del clásico cuento de Los tres cerditos. Porque eso es lo que teníamos encima de la mesa: tres ejemplares porcinos amantados concienzudamente a pienso para reposar con rictus faraónico entre patatas panadera y cebolla pochada.
Sigo dándole vueltas a cómo entraron en casa. Quizá porque la mente humana está programada para sintetizar conceptos, ideas, verdades llamadas absolutas que introducimos en moldes. Por ejemplo, un cuadrado con cuernos es una televisión a pesar de que ninguna televisión tenga ya antenas; un bastón con una figura encorvada representa un anciano aunque el viejo más común vista deportivas y gafas sin montura; a la casa con tejado de dos aguas la identificamos con nuestro hogar pese a que el 80% vivimos apilados en bloques de hormigón. Y así un bicho con aletas y bronquios es un pez y si además lleva un cartel de lubina salvaje, entonces indiscutiblemente tiene que ser salvaje.
¿Vemos lo que realmente tendríamos que ver o lo queremos ver? Lo segundo. Porque es más cómodo y socialmente está aceptado. Porque identificar las cosas que parecen ser con lo que realmente son ahorra problemas inmediatos. Jugar a los moldes evita tener que pensar, que discutir una hora con el pescadero si lo que tirita sobre el hielo es un cuervo desplumado o chipirones con tinta.
Al final nos comimos todo lo que había en la fuente sacada del horno, probablemente porque llegamos a la mesa con el instinto del superviviente. Tengo que agradecer a la naturaleza su destreza para enviar el bolo alimenticio –aderezado con mucho limón- al intestino grueso y reducirlo todo a materia fecal.
Sólo el miope es incapaz de ver que fue una mala cena. Y sólo el torpe se resistirá a comprender que, pese a las tres cerdas,hubo brevísimas cúspides de gloria, periquetes de felicidad como los llama Benedetti.
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