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jueves, 10 de abril de 2014

El sexo de los vivos


Dice G.C que la comida es el sexo de los vivos. No lo dice de una forma tan clara, pero lo sugiere a su manera. Lo dice con los hombros proyectados sobre la mesa, con las manos ansiosas entre gajos de naranja y uvas, y me lo dice cuando se sirve el segundo café acompañado de bizcocho de limón y un poco de pan al final para matar lo dulce. 

La comida es el placer más sensanto. Al fin y al cabo se adueña de nuestro estómago pero ahí acaba toda su maldad. No remueve las entrañas, no sonsaca información, no exige. Te respeta si la respetas. Satisface hasta el hartazgo, si uno quiere, y otras veces simplemente reconforta y templa como unos calcetines en unos pies desnudos.


Últimamente nadie regala comida. Sólo G.C sigue haciendo trueque con amigos y vecinos, porque en ella toda afición es una filosofía de vida. Lleva años compartiendo momentos de éxtasis concentrados en una cesta de frutas o mermeladas de membrillo que regresan a sus manos en forma de pollos con aurea de campo o galletas de nata y mantequilla.


Los modernos lo reducen todo al grito de un primate. A un hábito soez, insistente, por el que acabamos replegados ante la taza del váter. "¿Comida?". En verdad es el único placer puro. Sexo consentido entre vivos. Sin trampas. Sin preguntas.