Gerardo andaba rumiando palabras por las esquinas cuando Mercedes le asaltó con el plato de comida. "¿En qué andas?". Como de costumbre no le constestó porque las conversaciones mundanas le provocaban el bostezo sincero. Mercedes estaba al tanto pero no desistía. Todas las mañanas le hacía la misma pregunta con la esperanza de que Dios hubiera devuelto el juicio a ese hombre que tenía por marido.
Era un día plomizo, o tal vez no: a él estas minudeces no le importaban. Tenía que hacer lo que tenía que hacer al margen de la lluvia o el frío. Se echó la saca a la espalda y el bloc de notas al bolso para entregarse a su labor diaria: la recolección de sucesos deporables propios de la condición humana. Gerardo era un científico del verbo impúdico y las conjugaciones criminales. Un fanático coleccionista de pecados. Ésa era su profesión desde hacía veinte años.
En honor a la verdad hay que decir que poco le importaban los sujetos que protagonizaban las tropelías. Jamás juzgó a ninguna de las personas que se cruzaron en su camino y eso, según él, además de aportar un valor añadido a su currículum le honraba.
Su trabajo se asemejaba al de un cirujano que se adentra en la epidermis con el pulso y el arrojo suficientes para tajar sin que el enfermo sienta. Era exquisito con sus clientes que veían en él una especie de deidad dispuesta a perdonar sus faltas.
Gerardo siempre procedía igual: enfocaba la mirada sobre el pecador mientras sorbía lentamente un té como para denotar desinterés en la historia. Y no fallaba: a los diez minutos aparecía la horrorosa confesión.
Se jactaba de tener una extensa muestra de los pecados capitales, aquellos a los que más se inclina la condición humana. En su registro abundaban las personas entregadas a la gula y la avaricia, como el de de aquella extraña pareja que obligaba a sus hijos a comer raíces del jardín para no tener que ir a la compra.
Pero también disponía de un número suficiente de historias de vanidad y soberbia que ilustrarían un vademécum de psicología. Por no hablar de la ira, de la que se nutría con las escenas representadas en su propia casa.
Ah, Mercedes. Siempre furibunda. Desalentada mujer incapaz de comprender la importancia de su coleccionismo. Él estaba convencido de que las generaciones futuras le agradecerían el esfuerzo y la tenacidad por legar información relevante de su civilización. Su mujer lo veía de otra manera. En verdad no le quitaba el sueño que pasara buena parte del día fuera de casa. Lo que desataba sus humos era que teniendo su marido una profesión tan grandilocuente no estuviera remunerada.
Esa tarde Gerardo terminó su bloc de notas con una tórrida escena de lujuria. Terminaba así la misión que había acaparado su vida: cinco mil historias de pecados para la posteridad. Al llegar a casa posó satisfecho el cuaderno sobre la mesa. "Al fin Mercedes entenderá todo esto, mi empecinada obcecación en esta magna obra".
Mercedes se había adelantado a la celebración. Junto al plato de comida, dejó una nota: "Yo soy el último pecado". Gerardo supo que dormiría para siempre solo.
En honor a la verdad hay que decir que poco le importaban los sujetos que protagonizaban las tropelías. Jamás juzgó a ninguna de las personas que se cruzaron en su camino y eso, según él, además de aportar un valor añadido a su currículum le honraba.
Su trabajo se asemejaba al de un cirujano que se adentra en la epidermis con el pulso y el arrojo suficientes para tajar sin que el enfermo sienta. Era exquisito con sus clientes que veían en él una especie de deidad dispuesta a perdonar sus faltas.
Gerardo siempre procedía igual: enfocaba la mirada sobre el pecador mientras sorbía lentamente un té como para denotar desinterés en la historia. Y no fallaba: a los diez minutos aparecía la horrorosa confesión.
Se jactaba de tener una extensa muestra de los pecados capitales, aquellos a los que más se inclina la condición humana. En su registro abundaban las personas entregadas a la gula y la avaricia, como el de de aquella extraña pareja que obligaba a sus hijos a comer raíces del jardín para no tener que ir a la compra.
Pero también disponía de un número suficiente de historias de vanidad y soberbia que ilustrarían un vademécum de psicología. Por no hablar de la ira, de la que se nutría con las escenas representadas en su propia casa.
Ah, Mercedes. Siempre furibunda. Desalentada mujer incapaz de comprender la importancia de su coleccionismo. Él estaba convencido de que las generaciones futuras le agradecerían el esfuerzo y la tenacidad por legar información relevante de su civilización. Su mujer lo veía de otra manera. En verdad no le quitaba el sueño que pasara buena parte del día fuera de casa. Lo que desataba sus humos era que teniendo su marido una profesión tan grandilocuente no estuviera remunerada.
Esa tarde Gerardo terminó su bloc de notas con una tórrida escena de lujuria. Terminaba así la misión que había acaparado su vida: cinco mil historias de pecados para la posteridad. Al llegar a casa posó satisfecho el cuaderno sobre la mesa. "Al fin Mercedes entenderá todo esto, mi empecinada obcecación en esta magna obra".
Mercedes se había adelantado a la celebración. Junto al plato de comida, dejó una nota: "Yo soy el último pecado". Gerardo supo que dormiría para siempre solo.
Denis Berrios |