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martes, 10 de febrero de 2015

Primate sin tacto

Comenzó a buscar los pantalones amplios de inmediato porque en sus bolsillos holgados podría guardar mejor el secreto. Por un instante fue consciente de que el pánico no tardaría en entrar en la habitación así que antes de que el miedo pudiera doblegar su voluntad decidió hacerlo ella misma. Sin dudarlo un segundo, la agarró por la cabellera y tras un mínimo forcejeo consiguió silenciarla en el cajón donde desde hacía meses se arremolinaban las pulseras sin cierre y los calcetines sueltos.


Ajena al susurro sabelotodo de la conducta de pronto todo le pareció más sencillo. Tan sólo debía responder a los impulsos externos, y desenvolverse como un primate que retoza por la naturaleza hasta que desgarra de ella lo que desea. 

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Prensó el pantalón entre los dientes: la tela era fría como el acero. Sintió dentera pero debía aguantar el espasmo e idear la manera de deslizar las extremidades por cada una de las perneras. La tarea era compleja y el esfuerzo fatuo. Al décimo intento, el instinto le alentó a probar una estrategia diferente, pero la invitación le llevaba directamente a un sótano sin salida.



Intentar coger el pantalón con las manos no había sido buena idea. Porque ella ya no tenía manos. Le colgaban de la muñecas, sí, pero se habían convertido en marionetas privadas de sentido y tacto. En realidad, carecía de yemas en los dedos. Las había perdido con el paso del tiempo, o eso creía, pero tal vez sería más honesto recordar que habían desaparecido por el estrés brutal al que estaban sometidas las almohadillas. 


Las primeras en perder el aspecto de montaña fueron las de los pulgares: se esfumaron al año y pico de enviar mensajes y whatspp masivos. Los índices fueron limándose por otras causas, en general, por culpa de los interruptores (la vitro, las luces, las cámaras). El ansia por tocarlo todo, en una palabra. Los otros tres –anular, corazón  y meñique- se apagaron gradualmente: un cuarto de milímetro por cada jornada al teclado.



De todo esto no guardaba más que un recuerdo intermitente. Antes de cerrar los ojos para descansar, y sin la decisión clara de volver a intentar su hazaña, tartamudeó para sus adentros. Se puede vivir sin voluntad. Sin instinto. Y perderlos a ambos por las yemas de los dedos.

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