El poder de la yema de los dedos tiene algo de liberalizador. Cuando aprietas un interruptor suceden cosas. Es la impronta del cambio que en un segundo desencadena una eyaculación de endorfinas. Sin esperas. En vivo. Oh, hadas de papel que cosquillean por los poros.
Comprimir botones, clavijas, mandos, llaves, qué más da. Tocarlo todo. Estrechar el índice contra un pulsador y dejarse llevar por lo que ocurre . Forzar la tecnología es el azote del nuevo humano y , aunque no lo diga la Constitución, espolear al interruptor es el derecho al desquite.
En un golpe repudias el estruendo del secador; exilias a la tribu de los brady-tertulianos; estrangulas las teclas para chupar toda la sangre de una historia; silencias el móvil justo a tiempo; hipnotizas un vaso de leche en el micro; encuentras el abrazo del cajero si estás solo y una cabaña alumbrada cuando acecha la pesadilla.
Darle al interruptor es una exhibición de autonomía. Tocar, tocar y tocar como si al hacerlo fuéramos el mismo Peter Higgs dando sentido al Universo.
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