Conocí a los hijos del carnicero antes que ellos a mí. En aquel momento no estaba segura de sus nombres, pero tenían que tener uno: les puse Claudia y Ángel Luis. De modo inconsciente designamos las cosas por antítesis a lo que tenemos más cerca. El perímetro del carnicero lo forma un circuito de vísceras, chuletones y aparatos de refrigeración. La calidez, el arrullo vital, debía de estar en otra parte: en la manta de cuadros del salón de casa, en aquel llavero traído de un viaje a Lanzarote o en esos dos críos arropados entre consonantes de cadencia suave.
Botero
A Claudia me la encontré más de una vez sentada en el arcón de la parte de atrás de la tienda, ajena a su condición de ama de llaves de las terneras muertas. Allí, una tarde de junio, con sus muslos en hervor y el gesto distraído sosteniendo una maquinita de la era digital. "Veep, veep".
Ángel Luis nunca anda demasiado lejos. Por algún motivo no le dejan revolverse. Es un ciprés ancho sin río ni poeta al que acecha una tijera cada vez que quiere crecer a lo alto. Ayer acompañaba a su abuela como el perfecto paje: cebeza pelada y camiseta y pantalón túnica. El pliegue de la nuca es el único ventanal por el que se descubre su envés de niño.
Al terminar el día me los encontré sentados en la acera, abrochándose las deportivas. Carla y Pedro Pablo esperando a que su padre eche la persiana para ir a cenar a McDonalds. Sus nombres, los verdaderos, ojalá sean la vibración que anticipa una lluvia de truenos.
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