21/05/2013
Se llamaba Tomas. Tomas sin acento. Cuando le conocí tenía los ojos cerrados. Dormía lento. Tomas no hacía ruido. No apretaba los dientes y tampoco apoyaba la cabeza en el respaldo de la furgoneta que va tomando pasajeros por la carretera que une la misteriosa Tulum con los puestos callejeros de Playa del Carmen.
Era un hombre mayor, pero no un anciano, de manos pequeñas y dedos gruesos. Imaginé que trabajaba de jardinero o quizá manteniendo las piscinas de los turistas de la zona. Tomas volaba en su respiración con la boca entreabierta y el pecho elevado, como quien está a punto de comenzar a decir algo.
Pero no lo hizo. Pasamos el bar de comidas de Oscar y Lalo, el Delphinarium, las casas de paja frente al hotel Barceló y, entonces, cuarenta minutos después, los surcos de su cara comenzaron a desperezarse. Se le encendieron las canicas de los ojos, agua pura sobre su piel seca.
Había llegado a casa.
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