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martes, 24 de septiembre de 2013

Lluvia que no sabe llover


Al llegar a casa pose su cerebro en una bandeja de acero. Duerma a pierna suelta. Si se le cae saliva mejor. Sueñe con que puede volar marcha atrás; con que aprieta el gatillo antes que el malo o que se hace rico jugando al futbolín. Sea como sea déjese llevar.

Posar el cerebro es fundamental. La realidad o la substancia según la entendía Spinoza -aquello que existe por sí mismo- va a su aire. Avanza como el jamaicano que no necesita concentrarse en sus piernas para ser el más rápido. Usain Bolt no lo hace y del mismo modo el universo ha dejado de apoyarse en las palabras para concebirse a sí mismo.

El lenguaje está en estado de shock y por tanto nuestra dignidad humana. Uno se acuesta con una preocupación y a la mañana siguiente se levanta con un problema estructural que no sabe por dónde agarrar. La televisión no lo pone fácil. El otro día me enteré de que los chaparrones y las lloviznas ya no existen. Se los han llevado los hombres y mujeres del tiempo, que han acuñado el término de ‘lluvia que no sabe caer’ para enfatizar el estatus de la tormenta de verano de toda la vida o el clásico aguabobos. Y te lo sueltan así, a las diez de la noche, cuando te habías levantado la moral por saber instalar el ios 7 en el iphone y haber comprendido al fin qué quiere decir tu jefe cuando te pide un informe de ideas-fuerza pero con formato de resumen-ejecutivo.

Cuando no entiendes nada de lo que pasa a tu alrededor los coach , esos psicólogos arrepentidos de pasar por loqueros, recomiendan  hacer un registro interno para detectar la raíz del desasosiego vital.  Pero antes de que empieces, ahí estará La 1 para recordarte que te quedan siete millones de segundos de otoño por delante. Y tú, cafre, sin enterarte

Al menos la lluvia siempre caerá hacia abajo



viernes, 13 de septiembre de 2013

Felices pesadillas


El chantaje empieza siempre igual. Sigues la mano que te lleva por la escalera acaracolada. El primer túnel. Aquí no se ve nada. Hay que seguir avanzando. Llegas al puente que desemboca en una sala de ladrillos apilados y vasos de plástico roídos. No hay ventanas. No hay luz. No hay gente. Pero qué hace toda esta mierda aquí.  Mejor no detenerse en nada. No mires.

Caminar, caminar. Otra sala: la luz natural entra por los cristales, qué curioso es una bóveda. Al menos corre el aire. Te tranquilizas y respiras tan hondo que con cada inhalación tu cuerpo se mueve. Arriba. Un poco más, vamos. Puedes volar.  Te recreas en tu nueva nave pero la adrenalina te estampa contra el cristal: parece que Superman no ha controlado la frenada.

Un cuerpo sobre el suelo.  Eres tú. Tienes las neuronas motrices bloqueadas y no te puedes mover. Tu cerebro -qué bien toparse con un amigo, piensas-  intenta espabilarte:  “¡Tienes que largarte de aquí!” “¡lárgate ya o no tendrás tiempo”!

¿Puedes? Felices pesadillas

jueves, 5 de septiembre de 2013

Joaquina

No había en ella una peca de humanidad. No la encontré en el verano que tuve que conocerla y tragarme sus desaires de bruja con diapasón.


Joaquina era pianista. Tal vez brillante, yo qué sé. Puede que lo fuera. El caso es que la escuché dos veces tocar con el gesto del oriundo que no entiende que ya ha sometido a la tierra y sólo tiene que amarla; que esperar pacientemente mientras crecen el maíz y las primeras mieses.

Ni un cuerno. A Joaquina le perdía el ansia por dominar la naturaleza hasta lograr su genuflexión. Era la terrateniente de un piano de teclas tristes al que le sacaba las sonatas a puños ¡Qué momentos junto a ese oso aturdido agonizando en una sala de siete metros! No he encontrado una metáfora mejor de la resignación


Cuando caí en manos de Joaquina tenía once años. Tal vez doce, pero eran unos doce infantilones, de camisa de cuadros, vaqueros y de playeras de verano.


A las once en punto llegaba a su casa. Me esforzaba, claro que lo hacía. En cada clase daba lo mejor de mí, la mayor apertura de mano que me permitían las falanges pero siempre le parecía poco. Tenía una alumna poco desarrollada ¡qué contrariedad!


Una mañana pensé en pedirle un vaso de agua porque el Minué no estaba funcionando. Recuerdo su aliento detrás de mis orejas a punto de rugir. Busqué un gesto cómplice. Señora, un vaso de agua, por favor. Podría darme un vaso de agua…


Comprendí que el osezno en cautiverio era yo.



martes, 3 de septiembre de 2013

Siete días


Día I

El cinco de febrero de 1997 tomó una decisión. No volver a pisar las rayas del suelo, es decir, las marcas de las juntas del azulejado como las que había en la cocina de su casa. Anotó su propósito en un papelito que encontró en el bolsillo de la americana y lo metió allí de nuevo.

Día II

Qué idiota. Se había pasado toda la tarde pisando las rayas del suelo del salón sin caer en la cuenta de que las tablas de madera también forman una especie de cableado sin cables cuando se pegan unas a otras. Echó mano del papel guardado en la chaqueta y lo anotó. Tampoco se pueden pisar las rayas que forman dos tablones unidos.

Día III

El seis de febrero se despertó tarde. De mal humor. Qué les pasa a los interruptores. Cuando no hay luz algunos se mantienen para abajo pero otros están hacia arriba aun cuando no llega la corriente. El funcionamiento no respondía a una lógica así que los quitó. Jamás volvería a utilizarlos. Los interruptores no sirven. Lo escribió en el trozo de papel.

Día IV

A oscuras. Desde la cinco de la tarde no pudo ver nada. Se perdió su programa favorito. Un domingo de mierda.


Día V

El ocho de febrero pensó en acercarse al Café de Mayte. Desayunaría dos buenos cruasanes con mantequilla, unos huevos revueltos y zumo.

Día VI

Qué demonios le había pasado ayer. No se acuerda de nada. La última imagen en su cabeza son esos diminutos azulejos en forma de rombos y los ojos de la camarera. Mayte. Lloraba

Día VII

Está tumbado en una cama (pero en cuál). El papel. Busca ese papel doblado en el bolso de la chaqueta. Lo mira. Lo extiende y lee: prohibido ver a Mayte. 2 de mayo de 1996