No había en ella una peca de humanidad. No la encontré en el verano que tuve que conocerla y tragarme sus desaires de bruja con diapasón.
Joaquina era pianista. Tal vez brillante, yo qué sé. Puede que lo fuera. El caso es que la escuché dos veces tocar con el gesto del oriundo que no entiende que ya ha sometido a la tierra y sólo tiene que amarla; que esperar pacientemente mientras crecen el maíz y las primeras mieses.
Cuando caí en manos de Joaquina tenía once años. Tal vez doce, pero eran unos doce infantilones, de camisa de cuadros, vaqueros y de playeras de verano.
A las once en punto llegaba a su casa. Me esforzaba, claro que lo hacía. En cada clase daba lo mejor de mí, la mayor apertura de mano que me permitían las falanges pero siempre le parecía poco. Tenía una alumna poco desarrollada ¡qué contrariedad!
Una mañana pensé en pedirle un vaso de agua porque el Minué no estaba funcionando. Recuerdo su aliento detrás de mis orejas a punto de rugir. Busqué un gesto cómplice. Señora, un vaso de agua, por favor. Podría darme un vaso de agua…
Comprendí que el osezno en cautiverio era yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario