Esta mañana el pederasta ha desayunado café con leche en polvo y unas galletas. Ha pedido que le cambien las esposas porque le apretaban los músculos. A estas horas algunos medios estarían dispuestos a recoger sus heces y evaluar el grado de descomposición, no vaya a ser que queden restos libidinosos que den para otra tertulia. Su casa es de ladrillo: como todas. Pero hasta lo mundano puede resultar extraordinario si se somete al yugo de la repitición, al comentario en tono agudo de rostros parlantes (los hay por miles). Ahora andan detrás de las abuelas que llevan a los niños a los parques para ver asomar sus garras entre los mandiles de diario. Es el turno de la precipitación y las cámaras -espejos públicos, de qué- que aguardan apostadas en las calles para llevar a los hogares la señal de la venganza. Sin darnos cuenta nos hemos convertido en aquellos que vemos.
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