Juzgamos tanto más por los silencios que por
las acciones. Oscar Wilde se dio cuenta hace dos siglos y escogió a la
encantadora Lady Allonby para materializar la idea
de que la quietud resulta a menudo nauseabunda. “Ernest es invariablemente
tranquilo. Ésa es una de las razones por la que siempre me pone nerviosa”. Y
apuntala su emoción con una aseveración que cae a plomo
en las manos del que sujeta el libro:
“Nada hay tan inaguantable como la calma”.
La templanza y la parsimonia se parecen,
pero no son hermanas de sangre. La elección
de no hablar o la predilección por tragarse el sonido es voluntaria, a pesar de
que desconcierta a tres cuartas partes de la humanidad, obstinadamente tendente
a acercarse al abrevadero de la conversación ligera de ascensor, o peor a contar su vida en historias finas: un suceso por loncha allá por donde
pasan.
El parsimonioso, en cambio, resulta flemático. Es ahorrativo en el gesto
y se queda corto en los sueños.
Eso sí, habla. Incluso da buena conversación pero, como resume la señora Allonby, hace años que no se le escucha.
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