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jueves, 10 de julio de 2014

La buena quietud



Juzgamos tanto más por los silencios que por las acciones. Oscar Wilde se dio cuenta hace dos siglos y escogió a la encantadora Lady Allonby para materializar la idea de que la quietud resulta a menudo nauseabunda. “Ernest es invariablemente tranquilo. Ésa es una de las razones por la que siempre me pone nerviosa”. Y apuntala su emoción con una aseveración que cae a plomo en las manos del que sujeta el libro: “Nada hay tan inaguantable como la calma”. 

La templanza y la parsimonia se parecen, pero no son hermanas de sangre. La elección de no hablar o la predilección por tragarse el sonido es voluntaria, a pesar de que desconcierta a tres cuartas partes de la humanidad, obstinadamente tendente a  acercarse al abrevadero de la conversación ligera de ascensor, o peor  a contar su vida en historias finas: un suceso por loncha allá por donde pasan. 

El parsimonioso, en cambio, resulta flemático. Es ahorrativo en el gesto y se queda corto en los sueños. Eso sí, habla. Incluso da buena conversación pero, como resume la señora Allonby, hace años que no se le escucha.




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