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jueves, 31 de julio de 2014

Otra chica normal

Su hermano le avisó. Se lo dejó claro desde el principio: Andrés, las italianas guardan al demonio debajo de la falda y no tardan en sacarlo a pasear. Tú -quien quiera que seas: el novio, el carcelero, el amante- ya has fallado en esta misión llamada a convertirse en la etapa contingente de las decisiones más transcendentales de la vida (según ella) o en un símbolo de la bonita fricción entre naciones (para ti).

La cuestión es que ella esperará que le lleves el desayuno a la cama como prueba de tu sometimiento; aguardará con falsa paciencia flores frescas en la primera semana y evaluará con minuciosidad científica si aprecias la personalidad acurrucada de sus amigas.  

Pero por su puesto nada de esto sucederá en realidad, porque tú y yo sabemos que las migas incordian en la cama: en el catre solo tiene sentido el polvo, es una verdad absoluta como que las rosas son material exclusivo del santuario de las madres. 

Presta especial atención a esto: cuando menos te lo esperes una pandilla de hienas se te tirarán al cuello hasta reducir tus amables adulaciones a una chuletada de porquerías y supuestas intenciones lascivas que tal vez te hayan rondado la cabeza, vale, pero sólo como un ejercicio de interés cultural. Que no te confundan.


A los quince días la italiana de la que no sabemos su nombre le agarró de la camisa en un restaurante mejicano y antes de que éste pudiera terminar la acción decidida de levantarse de la mesa y salir por la puerta la furia morena gritó más allá de sus pulmones: Spagnolo idiota, tú no me dejas, io te estoy dejando a ti.

Anochecía cuando Andrés se sorprendió en el parque rumiando palabras sueltas y pisando las sombras proyectadas de las farolas con las manos metidas en los bolsillos del vaquero. Se dio cuenta de que su amago de relación con la italiana se parecía demasiado a aquel aotro conato frustrado con la polaca. Ah, ángel rubio de textura alcohólica. Sonámbula. Adicta. Eufórica. Excesiva. Se llevó las latas de atún en aceite. La pasta de dientes. La Esquire de abril y los ciento cincuenta euros que cazó en su cartera. Y dónde estaría ahora: tal vez hubiese regresado a su país, pero él la imaginaba vaciando el champú de otro incauto. 

A las once los de seguridad le invitaron a marcharse, pero no tenía ganas de deprimirse en el sofá de casa, así que se sentó en un banco cualquiera y pasó el resto de la noche en alerta con los gemelos en tensión, como esperando la señal para echar a correr si se le acercaba otra chica normal. 

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