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martes, 18 de junio de 2013

El cuento de Árbol Higo

Árbol Higo está ahí fuera esperando a que crezcan sus hijos, descendientes genéticamente exactos de lo que él fue algún día. Es así desde hace muchos años. Desde que conoció a Higuera en el jardín de casa.

 
¿Existe algo mejor que sentir el ambiente humeante las veinticuatro horas?  Para Árbol Higo sí. La convicción de que Higuera no se largará con algún amante.

En cierta ocasión lo hizo y del disgusto a Árbol Higo se le cayeron las hojas. Después de una semana ya solo le quedaban unas pocas ramas con las que asir a su amada, rendida ante aquel veneno de astro.

Higuera enloqueció. Deseaba lamer el cielo donde el sol la esperaba.  Entonces comenzó a crecer y a crecer. Lo hizo cada día. Cada noche. Hasta que la protuberancia de su silueta llegó a ser extrema. Las raíces se dilataron, se le disparó la savia y allí mismo echó los frutos de su vientre. Al aire.

Los trece higos murieron en el acto asfixiados por la luz cegadora.  De eso hace ya muchos años pero todas las primaveras, cuando la brisa al fin se templa, Árbol Higo se abandona a la melancolía. Sólo le queda el consuelo de que una mano salvadora se lleve a sus crías y los convierta en mermelada.



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