El día de los perros comienza muy temprano. Aún no ha mudado la luz púrpura cuando Engracia anda dando vueltas por la casa, incómoda, en su camisón de franela y las zapatillas de pompón para disimular el garbanzo negro que le ha crecido a su meñique.
Detrás de la pared Esperanza coge una taza de café y se sienta frente a la lavadora. El olor a marsella es su preferido, así que no duda en echar otro cacito más al tambor. Se deja caer en la silla y calla. Se concentra. Escucha. Pom, pom. Las primeras vibraciones. Comienza el espectáculo de agua y espuma.
En el piso de arriba Violeta se lame a esa hora la mermelada de las manos y chupetea la gota de leche que se le escurre por la comisura izquierda del labio. Nicolás, su marido, no dice ni mu.
Cuando tienen ventiladas las casas, las tres cierran las ventanas y no vuelvo a saber de ellas hasta que los perros comienzan a ladrar. Entonces, amarran a esos lobos de patas cortas y bajan a la calle cuando las farolas han dado el toque de queda.
Veo primero al cocker que huele a colada blanca. El canino tira de su dueña para dar la vuelta al ruedo, la misma del otro domingo. Con más retraso de lo normal, los trillizos terrier de Esperanza y la perrita sin raza de Violeta se unen al paseo sobre baldosa.
Veo primero al cocker que huele a colada blanca. El canino tira de su dueña para dar la vuelta al ruedo, la misma del otro domingo. Con más retraso de lo normal, los trillizos terrier de Esperanza y la perrita sin raza de Violeta se unen al paseo sobre baldosa.
Nicolás las observa. Por un momento duda de quiénes son esas figuras dobladas: “Como brujas”, susurra desde la alcoba. Y se recoge en la cama para dormir el día de los perros.
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