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lunes, 29 de julio de 2013

Intermediarios


Se buscan responsables. Ya nadie quiere serlo. La inacción – o el febril escaqueo si lo quieres llevar para regalo- es la varicela del adulto. Un mal vírico que te asalta al hacerte mayor  y que se queda para siempre en forma de pústulas blandas, granos de miseria con el don de la locuacidad.  

Ocurre así desde que podemos silenciar el móvil. Desde que con un botón enviamos un mensaje corto para no quedar del todo mal con un amigo nescafé cualquiera. Desde que nos comportamos como decimos que no somos. La espontaneidad murió el día en que se inventó el modo vibratorio, esa dosis justa de estruendo
que te hace incluso sentirte cómodo si decides pasar página y seguir a solas con tu conciencia.


La tecnología de banda ancha nos ha dado todo a cambio de no mojarnos en nada y, como premio,  permite  que esculpamos nuestras vidas colgando  fotos de Instagram que hablan de cielos del color del catálogo de Ikea y de amaneceres únicos, como si alguna vez hubiese habido dos iguales.

Pero no siempre ha sido así. Hubo un tiempo –meses o años, según para quién- en el que siempre se cogía el teléfono. En mi casa que sonara el cacharro ése era todo un acontecimiento. Y descolgarlo una misión importante porque te convertía en paloma mensajera o en la telefonista eficiente.

“Ah, cuánto tiempo […] déjalo en mis manos. Tienes mi palabra. Nos vemos la próxima semana”.  

Directo. Sin buzones de voz. Sin intermediarios

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