Amalio es flaco. Tiene la columna corta. Las piernas blancas como leche de burra y la nariz llena de poros.
Suele llevar unas Nike y pantalón de tergal verde bosque que combina con camisas discretas de raya marcada y por debajo del codo.
Es un figurín. Un hombre concentrado en un metro sesenta de andares simpáticos y mirada miel. Es de ducha alterna;los martes y los jueves se asea por regiones y deja para el fin de semana el lavado de ciclo largo.
Pero lo que más me sorprende es que Amalio cambia de color. La mayoría del tiempo es violáceo. En invierno se vuelve agranatado y en los cambios de estación varía del rosa palo al rojo subido.
Creo que lo lleva bien. No le he visto echar juramentos mirando al cielo y a decir verdad no le pega ser de los que se llevan las manos a la cabeza por parecer hoy un chicle, mañana una granadina madura. El espejo es un reflejo de lo que uno quiere ver. Y la única réplica que busca Amalio es saber si toca pasarse la afeitadora.
Así que Amalio pasa. Marcha por el mundo indiferente, ajeno a la paleta de colores de su rostro. Constitiuye la versión más cercana que jamás he conocido de Gregorio Samsa. Sólo que el personaje de Kafka era un escarabajo común y Amalio, mi Amalio, un referente clínico de la púrpura senil.
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