Acercarse a Middelharnis es notar un pellizco en el pulmón. No hay motos en Middelharnis. No hay voces por encima de otras y no hay jadeos a primera hora de la mañana y en general a ninguna hora, porque en verdad en Middelharnis no existe el tiempo.
Las cosas simplemente permanecen. Permanecen las casas de tejados de dos aguas, las puertas de colores con el nombre familiar y el coche -ni grande ni pequeño ni sucio ni limpio- en el jardín de la entrada.
Permanecen las bicis sin candado, los tulipanes alineados en las ventanas, las ventanas con las cortinas abiertas y detrás de las cortinas el salón compartido sin pudor de algún habitante de Middelharnis.
En Middleharnis se comparte el desayuno en batín con la calle del vecindario. La tinta de los periódicos, las fotos de unas vacaciones en Catalonia y hasta las risas de los niños, que podrían ser las de cualquier otro.
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