Algo ocurría al llegar a esa casa. Llamábamos a trompazos a la puerta porque el picaporte, esa mano de hierro que machacaba la madera con cada golpe, era una invitación al ruido inconsciente, al jaleo primitivo que se vuelve llama en el corazón.
-"Adelaaa, Adelaaaaa".
Y antes del tercer grito, ya aparecía Adela. Con los ojos más alegres que probablemente veré nunca y los brazos sueltos, al aire. Libre. A ella le gustaba ir así. Con la falda a ras de las rodillas blancas, algo jadeantes, y una camisa fina sin más telares...para qué más.
Enseguida íbamos a la salita y nos llenaba los bolsillos con alguna chuchería. Adela era de colores, como sus bombones de celofán. Era naranja enérgico. Era azul y era verde. Era rosa y era sangre . Era también amarillo, pero no tragaba con el morado, morado no: "Es triste el morado..."
Lo triste, lejos. Ella, la ebullición.
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